Desde mi poco tiempo juntado,
fui almacenando recuerdos
en cajas, libretas y cajones.
Le dí un lugar a mi espíritu y a mis dolores.
A mis ansias y a mis pecados.
En el andar de mis caminos formáronse mis otros yoes.
Unos pacientes y complacientes,
otros agresivos e idiotas.
Otros, sin significados para los otros;
siendo para mí, los más importantes.
Descubrí; por ejemplo,
como el pesimismo se transforma
y, como la soledad podría ser mi mejor compañía:
pues... si era tan insignificante para el mundo...
¿por qué éste no puede ser también otro tanto para mí?
Me empezó a gustar la montaña.
Me atraían las alturas.
La vida comíame por dentro.
Me rebelé y me rebelaron.
El saber no cobijaba mi alma, y
mis limitaciones aparecían como instintos.
Mi destino era patético y
sólo lo pude re-escribir en el pasado.
Me cobijé en el amor anidal
y acepté sin reproches los cariños del conjunto.
Escuché de madurar a costa de tropezones.
Tres meses me postró la naturaleza;
talvez, para crecerme la interior vida:
esa coraza necesaria que me acurrucó en el futuro
y me alcanzó de los abismos.
Conocí lo peor y lo mejor del reflejo de árboles mayores.
Busqué la superación de la envidia; y,
por fin la del yo fundamental.
Mucho tiempo mi alma se entrelazó con el madero;
más, las nubes del aberno ya cubrían mis anhelos.
Mi pasado no es tan diferente al tuyo.
Se parecen mucho en la tortura.